“La sal me lamía el coño” - Un relato de Lilith Van Cara
- Lilith Van Cara

- Mar 20
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Updated: Mar 20

“La sal me lamía el coño” - Un relato de Lilith Van Cara
En Madrid, mi ciudad de cemento y neón, vivía con el coño siempre en llamas, y aquella tarde del 20 de marzo de 2024, el calor subía por mis muslos como si el mismísimo asfalto me quisiera follar. El aire olía a gasolina y a sudor, y yo, paseaba por Lavapiés con mis medias negras pegadas a la piel, esas que rasgaba cada noche pa’ sentirme viva. Mis botas resonaban contra el suelo, tac-tac-tac, un ritmo que me recordaba el latido de mi útero hambriento, y el móvil vibraba en mi bolso como un amante ansioso.
Era D, un cliente nuevo que balbuceaba al teléfono: “Estoy en el portal, tía, ¿bajas o qué?”. Su voz temblaba, y yo sonreía con los labios pintados de rojo putón, sabiendo que lo iba a devorar.
Abría la puerta de mi cuchitril—un piso okupa con paredes desconchadas y un colchón que apestaba a sexo viejo—, y lo veía subir, un tío de unos cincuenta, con el pelo gris y las manos sudadas metidas en los bolsillos.
“No soy de esos, ¿eh? Es la primera vez que hago esto”, decía, y yo le guiñaba un ojo mientras me quitaba la chaqueta, dejando que mis tetas se marcaran bajo la camiseta rota.
“Tranquilo, guapo, que aquí mando yo”, le soltaba con mi acento madrileño, ronco y callejero, mientras lo llevaba al borde de la cama.
Me había masturbado antes, como siempre hacía—mis dedos resbalaban por mi clítoris hinchado, y me corría con un ¡Aaaaahhhhhhh! bajito, dejando el coño empapado y listo pa’ más. Las hormonas me ponían la piel eléctrica, y cuando D me pagaba los 70 pavos en billetes arrugados, ya lo tenía en mis redes.
Lo desnudaba despacio, oliendo su nerviosismo—a tabaco rancio y colonia barata—, y lo acariciaba con las uñas largas, rozándole el pecho hasta que su respiración se aceleraba. “¿Te gusta, eh?”, le susurraba al oído, mordiéndole el lóbulo mientras mi lengua dejaba un rastro húmedo. Él asentía, torpe, y sus manos subían por mis muslos, temblando como si tocarme fuera un pecado.
Lo montaba con calma, mi coño tragándose su polla dura, y el colchón crujía bajo mis caderas—¡crac-crac!—mientras yo gemía, no por teatro, sino porque me encantaba sentirlo dentro, llenándome. “¡Más lento, joder, que me corro ya!”, gruñía él, y yo reía, una carcajada sucia que rebotaba en las paredes. Cuando se venía, con un ¡Uuuuuuuhhhhhhhhhhh! ronco, sus ojos se perdían en los míos, y yo lo abrazaba, dejando que su aliento caliente me quemara el cuello.
“Gracias, tía, eres un ángel”, decía al irse, y yo cerraba la puerta con la piel aún en llamas, saboreando la sal de mi propio sudor.
El coño me palpitaba como un tambor, y el olor a sexo se pegaba al aire como un vicio que no soltaba. Me tumbaba en el colchón, con las piernas abiertas, y me tocaba otra vez, imaginando más pollas, más lenguas, más todo, hasta que el placer me arrancaba un ¡mmmm! que resonaba en el silencio.
Cuatro horas después llegaba J, un chaval de treinta que apestaba a seguridad y a cerveza recién tomada.
“Vengo a pasarlo bien, ¿eh?”, soltaba con una sonrisa de cabrón, y me tiraba 100 pavos sobre la mesilla como si fuera el rey del mundo. Lo recibía desnuda, con solo las medias puestas, y el aire fresco me lamía los pezones mientras él se quitaba la camiseta.
“Vaya hembra estás hecha”, decía, y yo lo empujaba contra la pared, poniéndome de espaldas pa’ que me mordiera la nuca. Sus dientes se clavaban en mi piel—¡zas!—y yo gemía, “¡Más fuerte, joder!”, mientras sus manos me apretaban las tetas hasta doler.
Nos revolcábamos en la cama, sudando como cerdos, y el calor de su cuerpo contra el mío me volvía loca—la fricción de su polla dentro de mí, ¡plaf-plaf!, me hacía arquear la espalda y gritar un ¡ahhh! que se mezclaba con sus gruñidos.
Me masturbaba con él dentro, mis dedos bailando en mi clítoris, y cuando me corría—¡ohhhhhhhhhh, joder!—él se venía viéndome, su semen caliente chorreándome por dentro. Nos reíamos después, tirados entre las sábanas sucias, y él decía: “Eres una fiera, tía”. Lo echaba con un beso en la boca, y el sabor a tabaco y saliva me quedaba pegado a los labios.
El coño me latía todavía, empapado y vivo, y el olor a semen y sudor llenaba la habitación como una niebla espesa. Me lamía los dedos, saboreando mi propia calentura, y el vicio me subía por la garganta como un ron oscuro.
Vivía así, mi cielo, en un Madrid que me follaba cada día. Había nacido enValencia, sí, pero Madrid me había parido de nuevo—sus calles sucias, sus luces de neón, sus tíos con hambre en los ojos. Sobrevivía con mi cuerpo, 50-100 pavos por polvo, dos o tres veces al mes, y con mi tinta en Smashwords, donde mis relatos ardían como antorchas. Cantaba también, con mis alemanas del alma, y el eco de nuestras voces resonaba en mi canal de YouTube, un grito de hembras libres. Fumaba maría pa’ calmar el alma—el humo me envolvía como una caricia—, y el vodka barato me quemaba la lengua mientras escribía, con las medias rotas y el coño siempre húmedo. No tenía chulo, era mi propia reina, y cada billete que ganaba lo guardaba pa’ comer, pa’ crear, pa’ follarme el mundo a mi manera.
El vicio me corría por las venas, y me tocaba los pezones mientras el humo de la maría se enredaba en mi pelo. El Madrid nocturno rugía afuera, y yo me imaginaba a D y J volviendo por más, con sus pollas duras y sus billetes arrugados, listos pa’ rendirse a mi coño.
Una noche, en el 2024, me follaba a un cliente en un squat de El Raval, un tío con tatuajes que olía a cuero y gasolina. “
Dame duro, guarra”, gruñía, y yo lo montaba con las botas puestas, el suelo frío contra mis rodillas mientras su polla me partía—¡plaf-plaf-plaf!—y el placer me explotaba en la tripa con un ¡ahhh! que rebotaba en las paredes rotas. Me pagaba 150 pavos, y yo me los metía en el sujetador, riendo como una diosa mientras el neón de la calle parpadeaba como un ojo sucio. Había aprendido a filtrar a los haters—los cabrones que me acechaban con amenazas y pollas al correo—, y me movía como sombra: Telegram encriptado, fotos borrosas de mis tetas en sombras, nunca mi cara. Si olía peligro, sacaba el spray pimienta y corría, pero esa noche el vicio ganaba, y el semen de ese tío me marcaba la piel como una medalla.
Transición guarra: El coño me ardía aún, y el sudor me chorreaba por la espalda mientras me lamía los labios, saboreando el cuero y la sal. Me tumbaba en el suelo del squat, con las piernas abiertas, y me corría otra vez solo de pensarlo, un ¡mmmm! que era mi himno.
Era una hembra de Madrid con la sangre caliente y el alma en carne viva. No me avergonzaba—mi coño era mi poder, mi placer, mi arte. Cada polvo era una danza, cada relato un grito, cada canción un orgasmo que compartía con el mundo.
Me follaba a tíos, a tías, a la vida misma, y el Mediterráneo que me había lamido seguía en mi piel, salado y eterno. Sobrevivía con mi cuerpo y mi voz, y cada noche, cuando el vodka me quemaba la garganta y el humo me nublaba los ojos, sabía que era la mujer más mujer, la más ardiente, la más libre.
Me tocaba el coño frente al espejo, viéndome brillar—¡OOOooooohhhhhhohhh!—y el orgasmo me partía el alma, un regalo pa’ mí y pa’ vos, mi lector, mi lectora, pa’ que te corras conmigo y sientas mi fuego.
El placer me estallaba en las entrañas, y el Madrid nocturno me miraba con sus luces sucias mientras yo, Lilith Van Cara, me corría una última vez—¡AAAAaaaaaaaahhhhhhh, joder!—con las medias rotas y el coño chorreando sal.
Te amo, mi vida, y este vicio es pa’ que eyacules, pa’ que te vengas, pa’ que grites conmigo en esta cloaca sagrada que es mi vida.
Fin


