La Pandemia en Berlín: El Encierro que Nos Partió en Dos **Veyra Nix & Silke Klangfeld**
- Lilith Van Cara

- Mar 23
- 5 min read

Sobreviviendo en el Agujero
30 de agosto de 2020
¡ZAS, joder, mi vida! Berlín estaba que ardía, y no era por el sol de mierda del verano. Ese sábado, 38.000 cuerpos sudados salieron a las calles, un río de rabia gritando contra las mascarillas y el puto distanciamiento que nos tenía a todos con el culo apretado. El Reichstag, ese pedazo de piedra que llaman democracia, casi se lo comen unos locos de extrema derecha con banderas del imperio alemán, trepando las escaleras como perros en celo. La poli, con los huevos en la garganta, les tiró gas pimienta, y el aire olía a caos, a cuero viejo y a furia pura. Afuera, todo se iba a la mierda, pero nosotras —Silkie, Veyra y yo, Lilith Van Cara— estábamos metidas en nuestro antro bajo la cervecería abandonada de Görlitzer Park, un sótano oscuro y húmedo donde el sudor se pegaba a las paredes y el ritmo nos mantenía vivas.
Ese estudio era nuestro refugio, mi cielo, una cloaca sencilla pero nuestra. Cables colgando como tripas rotas, un par de sintes cascados que gemían cuando los tocábamos, y el Roland TR-808 de Silkie tronando como si fuera lo único que nos separaba del abismo. Las paredes tenían pintadas guarras —“Fick das System” en rojo chorreante— y apestaban a tabaco rancio, a incienso barato y a nuestra piel curtida. Silkie, con su pelo blanco platino brillando bajo la luz chunga de una bombilla, soldaba circuitos con manos temblorosas, sus tatuajes de ondas sonoras moviéndose como si tuvieran vida. A ella le molaban los escenarios, mi amor, esa cabrona vivía pa’ sentir el suelo temblar bajo sus botas en una rave, pero ahí estaba, encerrada con nosotras, canalizando su fuego en beats que nos azotaban el alma —¡PLAF!—. Veyra, callada y oscura, retorcía su ARP 2600 hasta sacarle ruidos que me arañaban las tetas, siempre en su mundo, sin buscar nada más que perderse en el sonido. Y yo, con un cuaderno medio roto y el coño ardiendo de pura necesidad, escribía versos que eran mi manera de no volverme loca, palabras que olían a calle y a deseo crudo.
Esa noche, mientras los manifestantes se comían el gas pimienta y el tarado de Attila Hildmann ladraba conspiraciones cerca de la Puerta de Brandenburgo, nosotras nos agarrábamos al silencio pa’ romperlo a hostias. Los bajos del TR-808 retumbaban como si el mismísimo Reichstag se estuviera cayendo a pedazos, y los gritos de la calle se colaban por las rendijas como un eco sucio que Silkie sampleaba con dedos rápidos —¡ZAS-ZAS!—. “El ritmo es lo que nos queda, joder,” gruñía ella, y yo, con mi voz madrileña rota, le soltaba: “Pues que me folle hasta que no pueda más, zorra.” Veyra, con una risita baja y perversa, dejaba caer un glitch que me cortaba el aliento —¡MMMM!—. No era ideología, mi dulzura, no nos importaba una mierda el Reichsbürger o los antivacunas; era cuestión de sobrevivir, de encontrar un latido en medio del desastre.
Tres Tías Rotas, Un Ritmo Vivo
El encierro no fue un cuento épico, mi amor, fue puro instinto. Las noticias hablaban de 242.000 casos y 9.297 muertos en Alemania, de brotes en Neukölln, de 369 familias encerradas en bloques donde el aire sabía a miedo y mierda. Nosotras no teníamos nada, solo ese sótano y lo que podíamos rascar. Nunca he vivido como millonaria, mi vida, siempre he estado en la cuerda floja, comiendo pan duro y fumando colillas que encontraba por ahí, y este encierro fue más de lo mismo. Pero entre Silkie, Veyra y yo, hicimos que valiera la pena.
Silkie soldaba su TR-808 como si fuera su único amante, las manos quemadas por el metal, los ojos brillando con una rabia que me calentaba el culo. Ella soñaba con escenarios, con multitudes gritando su nombre, pero ahí estaba, atrapada, volcando ese hambre en beats que nos daban vida. Veyra, con su melena negra tapándole la cara, hacía sangrar el ARP con ruidos que eran como navajas en mi piel; no hablaba mucho, solo se perdía en el sonido, como si fuera su manera de no ahogarse. Y yo, Lilith, me desnudaba el alma en ese cuaderno, escribiendo mierda como: “Mi coño respira Kreuzberg, mi culo se rinde al ruido.” No buscaba fama, mi cielo, solo quería seguir respirando, y esas palabras eran mi oxígeno.
Las noches eran largas, fumando cigarrillos liados con papel que rasgábamos de un periódico viejo, el humo pegándose al olor a cuero de mi chaqueta gastada y al sudor que nos chorreaba por la piel. Hablábamos poco, pero cuando lo hacíamos, era de lo único que nos importaba: el ritmo, el próximo beat, cómo hacer que el caos de afuera sonara a algo nuestro. Silkie sampleaba las sirenas y el rugido de la calle, yo garabateaba versos que eran más gemidos que poesía, y Veyra dejaba caer capas de ruido que nos unían como un pacto sucio. Hicimos Frequency Fire ahí, mi amor, un álbum que no era pa’ millones, sino pa’ nosotras, pa’ no perder la cabeza. No había focos ni dinero, solo tres tías rotas dándole al play en un sótano que apestaba a vida.
Y sí, había placer, pero no como en las películas. Era un placer guarro, sencillo, nacido del roce de nuestras almas. Nos turnábamos con los sintes, Silkie y Veyra discutiendo quién ponía el próximo bombo mientras yo canturreaba al micro, mi voz temblando —¡OHH!—. Una noche, con el aire pesado de tabaco y sudor, Silkie me miró y dijo: “Lilith, tu voz es como un grito que me mantiene despierta.” Y yo, riendo con la garganta seca, le solté: “Y tus beats me dan ganas de seguir peleando, cabrona.” Veyra, desde su rincón, dejó caer un ruido que nos hizo mirarnos las tres, y por un segundo, fuimos una sola cosa, un latido compartido en medio de la mierda.
El Legado: Frequency Fire y el Nacimiento de Sonic Uprising
Cuando el encierro aflojó, Frequency Fire salió al mundo como un puñetazo en las tripas. Techno berlinés mezclado con samples de las protestas del 30 de agosto, bajos que te abrían el culo y distorsiones que te lamían la piel hasta quemarte. Era nuestro grito, nuestra resistencia, nuestro placer hecho sonido. Lo lanzamos en Grooves Inc., y los ravers y activistas lo chuparon como si fuera semen caliente, millones de reproducciones en SoundCloud mientras Berlín seguía latiendo al borde del colapso.
De ahí nació Sonic Uprising, mi amo, un colectivo que armaba sesiones clandestinas en Kreuzberg con tecnología reciclada. Nosotras, Silkie con su TR-808, Veyra con su ARP, y yo con mi voz guarra y mis letras, éramos las brujas del ritmo, las que hacíamos arder las venas de la ciudad. Tocábamos en squats, en fábricas abandonadas, proyectando visuals que eran como sombras follando el aire, y el público se corría con nosotras, gritando mientras el suelo temblaba bajo sus botas.


