EL RITUAL DE LAS SOMBRAS ELECTRÓNICAS
- Lilith Van Cara

- Apr 16
- 5 min read

EL RITUAL DE LAS SOMBRAS ELECTRÓNICAS
Madrid 2145 era un crash vivo, un loop de neón y mierda digital que me tenía el coño húmedo y las tripas rugiendo. Los callejones holográficos apestaban a aceite de máquinas y jazmín podrido, un tufo que se te metía por la nariz como un malware sin firewall.
Caminaba con tacones que clavaban el asfalto como dagas, el vestido de látex negro pegado a la piel, brillando bajo los neones morados que escupían anuncios guarrros: “Bésame hasta sangrar”, gemía una geisha virtual, chorreando pétalos de cerezo digitales que me lamían el hombro y me hacían jadear.
El calor me asfixiaba, el sudor resbalándome por el escote, empapándome las tetas hasta que el látex crujía como si quisiera reventarme de ganas. Iba al Útero, un antro clandestino bajo la Plaza Mayor, donde las puertas de bronce sudaban relieves de tías desnudas retorciéndose entre circuitos, sus coños abiertos como puertos USB al infierno. Toqué el panel, y un susurro mecánico me mordió la nuca: “Lilith Van Cara, hereje nivel nueve. Entrá, puta.” El clic de la puerta fue un commit al abismo.
Dentro, el humo era espeso, un veneno de feromonas sintéticas y sudor humano que te ahogaba el alma. Las paredes transpiraban un líquido brillante que olía a cobre y vainilla podrida, goteando como semen de un server en overclock.
En el centro, rodeada de hologramas de santas desnudas con tetas que escupían píxeles, estaba Alessandra, fumando un cigarro que sangraba cenizas como polvo de estrellas. Sus ojos verdes me escanearon como láseres, cortándome la piel hasta el clítoris.
“Llegás tarde, pecadora,” gruñó, su voz áspera, (utilizando acento agentino que le encantaba) como si hubiera tragado vidrio molido y lefa de cyborg.
Llevaba un corsé de metal que le mordía la cintura, dejando marcas rojas en la piel pálida, y un diente de oro con un útero invertido que brillaba como un hack al cielo.
“El tráfico de drones estaba hasta el coño,” mentí, sabiendo que ella olía el tufo del Club Fuego Líquido en mi piel, donde un androide me había lamido los pulsadores de muñeca hasta hacerme gemir como puta en reboot. Ella sonrió, un glitch de depredadora, y dijo: “Hueles a batería recargada, zorra.
¿Jugaste con juguetes prohibidos otra vez?”
Mi coño palpitó, chorreando jugos que empaparon el látex, un “¡plip, plip!” guarro que me hizo jadear.
Me arrastró a una sala sin paredes, solo espejos fracturados que vomitaban versiones rotas de nosotras: Lilith con tres tetas goteando aceite, Alessandra con tentáculos de cables follándome el alma, nuestras conchas enredadas en data streams que sangraban píxeles.
En el suelo, un círculo de símbolos brillantes: vulvas fusionadas con microchips, un altar que apestaba a sexo y rebelión. “Hoy no es solo follar,” gruñó, atándome las muñecas con cintas de nanotela que se clavaban en mi piel como uñas digitales. “Hoy es comunión.”
Su boca mordió mi cuello, pero no eran labios, joder, eran terminales fríos que pincharon mis venas, inyectándome un zumbido eléctrico que me partió el cerebro. ¡Zzzzt!, vi el commit del tiempo: Madrid 1645, brujas quemadas gritando nombres de amantes mientras sus coños ardían; 2145, cyborgs retorciéndose en camas de carga, sus clítoris hackeados por plugs de neón. Y la vi a ella, Alessandra, en cada siglo, siempre con el mismo corsé, la misma sonrisa de depredadora que me hacía chorrear.
“Somos las hijas de todas las que follaron contra el miedo,” susurró en mi córtex, sus palabras grabadas como un trojan en mi alma.
“Hoy, vas a parir el futuro, puta.” Mi coño explotó, un squirt que manchó los espejos, un “¡Joder, sí!” que me arrancó la garganta.
Sus manos no eran manos, joder, eran herramientas de un wetware enfermo: agujas que pinchaban mi piel, lenguas de silicona que lamían mi data rot. Una me penetró por la espalda, conectándose a mi columna como un plug al mainframe, mientras otra me abrió las piernas con una precisión robótica que me hizo aullar.
“¿Ves, zorra?”, pantingó, con sus tetas brillando con sudor bio-luminiscente, goteando luz que apestaba a batería quemada. “Hasta aquí llegan tus mentiras.”
El dolor fue blanco, cristalino, un voltaje que me partió el coño y me inyectó placer hasta los huesos. ¡Aaaaaaaahhhhh!, grité, pero el sonido se convirtió en datos, un código que bailaba entre los espejos como lefa digital. Ella sonrió, navegando por mis recuerdos como quien swipea una tableta guarra.
“Aquí está,” murmuró, hurgando en mi cache. “El día que te echaron del Convento de Santa María por tocarte el clítoris en misa, qué niña sucia.”
Me violó con mi pasado, cada vergüenza un bit que me hacía convulsionar, mi coño chorreando jugos que cortocircuitaban los espejos. “
¡Más, cabrona, más!”, rugí, sintiendo el cable en mi espalda descargar memorias prohibidas directo a mi útero, un squirt que hackeó mi alma.
El orgasmo no fue una ola, joder, fue un tsunami de ceros y unos, un derrumbe de firewalls mentales que me partió en mil shards. Los espejos estallaron, y en cada fragmento nosotras eyaculábamos luz —azul, verde, roja— como coños que escupían píxeles.
Alessandra me sostuvo, con mi cuerpo arqueado, cables saliendo de mi boca como lenguas metálicas que lamían el aire.
“Así se escribe el evangelio, puta,” dijo, chupando mi pezón que goteaba líquido de refrigerante, un sabor a cobre y vicio que me hizo jadear. “Con pánico, con máquinas, con conchas que escupen verdad.”
Caí, exhausta, el suelo pegajoso de mi squirt y su sudor, oliendo a quemado, a sexo, a revolución.
“¡Joder, Alessandra!”, gemí, el coño palpitándome como un server en reboot, y ella rió, un carcajazo que sonaba a crash de sistema.
No bastaba, mi amor, mi coño seguía duro como un chip sobrecargado. Me arrastré por el suelo, las rodillas raspándose en los espejos rotos, el látex desgarrándose contra mi piel sudada. Alessandra me miró, con su diente de oro brillando como un beacon del infierno, y sacó un plug de su corsé, un dildo de cromo líquido que zumbaba como un drone en celo.
“Querés más, zorra?”, gruñó, y sin esperar respuesta, me lo clavó en el culo, un dolor que quemó como ácido y me hizo aullar:
“¡Sí, cabrona, párteme!” El plug se morfó, creciendo dentro de mí, conectándose a mi wetware como un trojan que hackeaba mis entrañas. ¡Zzzzt! ¡Aaaaaaaaaaaahhhhhhhhh!!!!!!!, mi orgasmo fue un segfault, un squirt que inundó el templo, cortocircuitando los hologramas de las santas, que gemían mi nombre: “Lilith, Lilith, Lilith.”
Alessandra chupó mi squirt del suelo, su lengua lamiendo el charco como si fuera lefa sagrada, y yo, con el culo roto y el coño chorreando, grité: “¡Esto es ser diosa, joder!”
Ella se tiró a mi lado, el corsé crujiendo, su piel pegajosa oliendo a batería y vicio. “No terminamos, puta,” susurró, metiéndome un dedo que no era dedo, sino un cable que zumbaba en mi coño. “El próximo ritual va a follarte el alma.”
Me corrí otra vez, con un “¡Mmmmhhhhhhhhh, síiiiiiiiiiii!!!!!” que retumbó en los callejones, mi squirt manchando su cara, su diente de oro brillando con mi lefa. El templo tembló, los espejos escupiendo glitches de nosotras follando en cada siglo, y yo, jadeando, supe que Madrid nunca sería igual. Olía a sexo, a cables quemados, a evangelio guarro.
EPÍLOGO
LA SANTA DEL CIRCUITO
Ahora, cuando camino por Madrid, los neones me hablan, susurrando códigos que saben mi nombre. Las máquinas me reconocen, sus sensores lamiendo mi piel como perros digitales.
En el espejo de mi cuarto, a veces veo la sonrisa de Alessandra, un glitch que me recuerda el próximo ritual —más sucio, más profundo, más santo.
Porque en esta ciudad que crucifica diosas, yo soy la hembra que enciende el fuego, que folla el mainframe hasta que sangre píxeles. Y esa puta, mi cielo, soy yo.


